Son el Estado y sus autoridades los responsables de asegurar el buen funcionamiento del sistema de salud.

La realidad que enfrenta el sistema de seguros de salud en nuestro país ha adquirido un carácter kafkiano. Se requiere una solución razonable y de corto plazo para poner en práctica el pronunciamiento de la Corte Suprema que obliga a que los precios de los planes privados no puedan superar los que resultarían de aplicar el plan base definido por las isapres, ajustados por las tablas de factores que fijó la Superintendencia de Salud a partir de abril de 2020. Dado que esas instituciones estaban aplicando otras tablas, eso supondría eventualmente devolver dineros a los afiliados. El monto específico dependerá de cómo el organismo público interprete las diferencias entre las tablas vigentes y las definidas a partir de abril de 2020. Hasta ahora no hay ninguna indicación precisa al respecto, pero es evidente que bajo algunos escenarios los aseguradores podrían caer en insolvencia, produciendo un efecto dominó sobre todo el sistema de salud. Esto, tanto por el impacto financiero en los prestadores privados como por los efectos derivados en el seguro público, que podría sufrir una avalancha de afiliados provenientes de los seguros privados.

Las autoridades han sido erráticas en esta dimensión. Después de semanas en que negaron la posibilidad de presentar un recurso de aclaración a la Corte Suprema, finalmente optaron por hacerlo y obtuvieron una respuesta inmediata que solo desnudó la poca efectividad con que han abordado el tema. Mientras tanto, no se conoce un esbozo mínimo de estrategia para enfrentar esta compleja situación. El Gobierno —hasta el ministro de Hacienda ha caído en este lugar común— prefiere culpar a las isapres del estado actual de cosas, como si ellas tuviesen posibilidad de influir en la regulación o la experiencia y la capacidad para definir aquello que es mejor para el país. Por cierto, las declaraciones de sus representantes no han sido siempre las más adecuadas o sus actuaciones las más prudentes, pero finalmente son el Estado y sus administradores los responsables de velar por el mejor interés de los ciudadanos y de asegurar el buen funcionamiento del sistema de salud en esta coyuntura.

Es evidente que el actual sistema de seguros de salud debe modificarse significativamente, pero ello solo podrá lograrse si se encuentra funcionando con un grado razonable de estabilidad. Hay signos de que ello no es así —existen, por ejemplo, clínicas que no están honrando convenios acordados, y controladores de isapres anuncian procedimientos para utilizar los mecanismos de solución de controversias que contemplan los TLC— y que esto podría agravarse en los próximos meses. Mientras, las autoridades no solo carecen de la referida estrategia, sino que tampoco hay lineamientos mínimos que puedan ser útiles para enfrentar la coyuntura si se desatara un derrumbe mayor del sistema. Han dicho estar preparadas para proteger a los ciudadanos, pero ningún conjunto de ideas coherente ha acompañado estas declaraciones para saber, o al menos intuir, cómo ello se podría abordar. Quizás algunos ven una oportunidad para promover una gran reforma a la salud. Sin embargo, está lejos de vislumbrarse una propuesta madura a ese respecto.

El sistema de seguros de salud ha tenido un carácter dual desde 1981. Por un lado, un seguro público que tiene un carácter redistributivo y donde el “precio” no se hace cargo de los distintos costos esperados que significan los diversos beneficiarios. Por otro, seguros privados donde la lógica inicial era la de cualquier seguro privado y, por ende, los beneficiarios tenían una prima que variaba con el costo esperado de atenderlos. Por razones relacionadas, los aseguradores privados podían excluir a personas con preexistencias. Es un modelo que —a propósito de diversos cuestionamientos, del fallo del Tribunal Constitucional de 2010 y de la resolución de la Corte Suprema del pasado noviembre— debe cambiar. Pero si en todo este tiempo el mundo político no ha logrado un acuerdo para modificarlo, es difícil que pueda hacerlo a partir de una crisis de la envergadura que hoy arriesga generarse. Las autoridades de salud harían bien en reflexionar al respecto.

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—Si hubiéramos tenido la aplicación ChatGPT seguro ganaba el Apruebo.

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Implicaría traspasar otra “línea roja”, luego de la entrega de tanques.

A pocas semanas de que la invasión rusa a Ucrania cumpla un año, se ha visto su evolución en el campo de batalla, pero también en el ámbito de las relaciones internacionales. Sobre todo, cuando se trata de entregar equipamiento militar a Kiev.

La semana pasada, después de largas negociaciones —y momentos de tensión entre Alemania y Polonia—, Berlín autorizó el envío de tanques Leopard 2 a Ucrania y que otros países hagan lo mismo. Un anuncio que fue casi simultáneo con el de Estados Unidos, de que entregará tanques M1 Abrams. El punto es que, al dar “luz verde” a este traspaso, quedó abierta la puerta para una nueva petición de Kiev: aviones de combate.

Hace unos días, el secretario del Consejo de Seguridad Nacional y Defensa de Ucrania, Oleksiy Danílov, publicó en redes sociales el mensaje “Pronto estarán en los cielos de Ucrania”, acompañado de imágenes del cazabombardero estadounidense F-16. Una abierta alusión a la potencial entrega de estos cazas polivalentes de cuarta generación, lo que ya ha generado controversia. El Presidente Joe Biden afirmó que EE.UU. no enviará aviones de combate a Ucrania. Sin embargo, su par francés, Emmanuel Macron, fue menos categórico y dijo que “nada está excluido”.

Al igual que lo ocurrido entre Berlín y Varsovia a propósito de los Leopard 2, ahora Washington y París tienen posiciones diferentes ante la posibilidad de enviar aviones de combate al escenario ucraniano. Y si bien los miembros de la OTAN siempre han negado cualquier diferencia frente a la invasión rusa, lo cierto es que cada decisión ha representado un profundo y complejo debate.

En las diferentes etapas de este conflicto, se han visto claros intentos de Vladimir Putin por advertir de límites que EE.UU. y sus aliados no debían traspasar. Por ejemplo, la entrega de baterías de misiles Patriot o de tanques. Y ahora, la posibilidad de enviar aviones de combate representa una nueva “línea roja”.

El F-16 es un cazabombardero que lleva volando 45 años y que se ha probado en diferentes escenarios bélicos, como la Primera Guerra del Golfo (1990-1991), la Guerra de Kosovo (1999) y la invasión a Irak (2003), así como las intervenciones en Libia (2011) y Siria (2013). Desde 2006 es, además, pieza fundamental de la Fuerza Aérea de Chile.

Con un número importante de tanques, Ucrania podría romper las líneas defensivas rusas y avanzar en la recuperación de territorios capturados, como Jersón y Zaporiyia, que fueron anexados por Rusia a fines de septiembre.

Sin embargo, con aviones de combate occidentales, como el F-16, podría además entregar una mayor protección a sus tanques y ampliar su alcance de ataques aire-tierra sobre el territorio controlado por Rusia e incluso más allá. Algo que, sin embargo —y como contrapartida—, podría empujar al Kremlin a tomar medidas que lleven la guerra a otro nivel.

Pero al margen de las consecuencias que esto pudiera acarrear con Moscú, también está el factor práctico. La fuerza aérea ucraniana está compuesta por cazas Mig-29 y Sukhoi, de fabricación soviética, cuyos pilotos gastarían un tiempo valioso aprendiendo a volar los F-16.

El debate acaba de comenzar, pero será un tema complejo que, seguramente, generará más de algún roce dentro de la OTAN. Y que estará determinado, en gran medida, por lo que Rusia haga en el campo de batalla durante los próximos meses.

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Es imposible exagerar la importancia del nuevo Servicio de Reinserción Social Juvenil, que acaba de entrar en funcionamiento.

El incremento de la delincuencia en general y del crimen organizado en particular no es una sensación o percepción, sino una realidad. Así lo demuestran las cifras de los organismos competentes. En los últimos 9 años ha crecido en forma sostenida el número de homicidios, de 481 en 2013 a 910 en el año 2022; de entre ellos, hoy son también muchos más los que se cometen con armas de fuego. Cada vez más homicidas consiguen escapar de la acción de la justicia (desde un 19% en 2013 a un 32% en 2015, según las cifras de la Fiscalía). En el mismo período, ha bajado a la mitad la tasa de recuperación de los vehículos robados, mientras crece exponencialmente el número de quienes están imputados al mismo tiempo por delitos de drogas y homicidio, lo cual es consistente con el incremento también exponencial de la incautación de marihuana, desde poco más de 20 toneladas en 2015 a más de 50 toneladas en 2021. Un 36% de las personas consultadas en un estudio de Fundación Paz Ciudadana se encuentra mediana o altamente expuesto a manifestaciones concretas del crimen organizado (narcofunerales, ajustes de cuentas, secuestros, enfrentamientos entre bandas, cierre de pasajes y otras formas de uso del espacio público por bandas o grupos criminales).

Estas cifras ya no son meras señales de alerta sobre algo que viene, sino, igualmente, expresión de una realidad ya instalada. Las causas profundas de este estado de cosas son relativamente fáciles de identificar, pero culturalmente difíciles de aceptar: la crisis de la institución familiar, la consiguiente pérdida del sentido de autoridad y comunidad, un ostentoso materialismo y, particularmente, la degradación de la educación, entre otras. El incremento de la demanda por drogas de distinto tipo es una consecuencia de este sustrato cultural —un individualismo bastante primitivo y materialista, pero que se presenta como reivindicación de la autonomía—, y a ella sigue una serie de manifestaciones delictivas que alimentan el crimen organizado. Sin embargo, la aceptación de las causas mencionadas parece estar aún lejos de producirse. Más lejos todavía se halla la identificación y adopción de las medidas idóneas para hacerles frente, cuya implementación tardará además varias generaciones.

Entre tanto, la comunidad política debe aprender a lidiar con los síntomas y suplir con recursos y creatividad las carencias para conseguir un mínimo de responsabilidad personal y cohesión social. Esto pasa con toda seguridad por un replanteamiento de la educación preescolar y escolar, en todos los segmentos sociales, donde la educación cívica y la formación en los hábitos de convivencia social deberían ocupar un lugar central. Para que esto sea posible, sin embargo, es crucial asegurar que la educación preescolar y escolar alcance a la totalidad de los niños y adolescentes del país con una calidad a lo menos mediana. Ello implica entre otras cosas realizar un esfuerzo enorme para recuperar a los que han abandonado el sistema o no se han integrado aún a él, y para permitir el desarrollo de formas variadas de provisión de educación, y de todos los servicios asociados a ella, rechazando toda forma de mesianismo estatal y de panaceas estandarizadas.

Una dimensión clave de esta profunda reforma a la educación es la atención a los niños y adolescentes que están en riesgo de presentar conflictos con la justicia o que ya los han presentado. Es imposible exagerar la importancia del nuevo Servicio de Reinserción Social Juvenil, que acaba de entrar en funcionamiento. En las manos de la justicia de familia y de esta institucionalidad se encuentra parte del futuro del país, pues los efectos deletéreos directos e indirectos del contacto temprano con la droga y la delincuencia son incalculables.

Hay muchas medidas indispensables para hacer frente a la proliferación del crimen organizado, desde mejorar la capacidad investigativa de la Fiscalía y las policías hasta el combate contra la informalidad. Pero ninguna se compara con la profunda recuperación educacional que Chile necesita.

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Tanto el Senado como la Cámara han defraudado las expectativas de la ciudadanía.

Por Hernán Corral

La reforma constitucional que regula el nuevo proceso constitucional estableció la integración de una Comisión Experta compuesta por 24 personas, 12 elegidas por el Senado y 12 elegidas por la Cámara, con paridad, es decir, 12 hombres y 12 mujeres. Los requisitos que se exigen son: ser ciudadano con derecho a sufragio, contar con un título universitario o grado académico de ocho semestres de duración y acreditar una experiencia profesional, técnica y académica no inferior a diez años. Aquí ya se observa una falta de congruencia con el Acuerdo por Chile, que hablaba de 24 expertos de “indiscutible trayectoria profesional, técnica o académica”.

Las personas designadas para integrar esta Comisión no son realmente expertos. La inmensa mayoría son políticos, algunos con más experiencia y otros con menos. Por de pronto, hay cuatro exministros de Estado, como Hernán Larraín Fernández, Juan José Ossa, Alejandra Krauss y Teodoro Ribera.

Tampoco puede decirse que sean expertos Katherine Martorell, Sebastián Soto, Máximo Pavez o Carlos Frontaura, porque sus dominios no son la academia ni la investigación, sino que se dedican de manera principal a la política. Martorell fue subsecretaria de Prevención del Delito; Sebastián Soto fue asesor de Piñera, quien lo nombró en el Consejo de Defensa del Estado; Máximo Pavez fue jefe de la División de Relaciones Políticas en el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, y Carlos Frontaura dirigió la Fundación Jaime Guzmán, luego fue decano de la Facultad de Derecho de la P. Universidad Católica de Chile y posteriormente integró el Consejo del Instituto Nacional de Derechos Humanos.

Desconocidos son Magaly Fuenzalida, Paz Anastasiadis, Flavio Quezada, Leslie Sánchez, Antonia Rivas, Catalina Lagos, Alexis Cortés y Catalina Salem. Marcela Peredo es una joven investigadora constitucionalista, pero que aún no llega a la categoría de experta.

Esta vez no puedo sino coincidir con mi amigo el profesor Hugo Herrera en que ni Natalia González ni Bettina Horst son expertas, ya que integran el Instituto Libertad y Desarrollo, que ha dejado de ser un think tank serio y de calidad y que obedece a los empresarios que lo financian.

Por cierto, hay algunos expertos como Domingo Lovera, Verónica Undurraga, Francisco Soto y Jaime Arancibia. Todos ellos tienen una vida académica intensa y publicaciones de alto nivel; pero son una minoría.

Todo esto porque su elección se atribuyó a los partidos políticos que no querían que estuvieran personas que desdijeran de sus ideologías partidistas, lo que terminó en una designación desastrosa.

En suma, la Comisión Experta se ha llenado de políticos. Los expertos, aunque tengan alguna sensibilidad política, debieran ser académicos de reconocida solvencia y de profundidad en sus análisis. Por ello, es una lástima que se haya desechado el nombre del economista Sebastián Edwards, que sin duda es uno de los buenos economistas, no solo del país, sino también de Estados Unidos; así como el de Soledad Bertelsen, quien tiene un grado de doctora en International Human Rights Law (J.S.D.), por la Universidad de Notre Dame, y que solo por su apellido fue desechada.

En esto, tanto el Senado como la Cámara de Diputados han defraudado las expectativas de la ciudadanía que pensaba en expertos como personas que se han dedicado por largos años a la academia y a la investigación, en el campo de la economía, las ciencias políticas o el derecho. Se aprecia una vez más que el Congreso está totalmente desconectado de la ciudadanía.

Es poco probable que esta Comisión “Experta” llegue a acordar un anteproyecto de Constitución para que pueda ser analizado por el Consejo Constitucional. Si lo logran sacar, será también un texto contradictorio, incoherente y confuso, aunque se respeten las doce bases que se han fijado.

En este sentido, me parece razonable lo que Carlos Peña había postulado en este mismo diario, en el sentido de que primero es la deliberación política y que luego vendría el trabajo de los expertos para darle un sentido normativo a dichas decisiones. Pero esto ya no será posible.

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Ah, febrero, cómo no te voy a dedicar unas pocas líneas si en ti convergen tantas dichas y penurias. Lo mejor de mi vida me sucedió en febrero. Recuerdo que me felicitaban: “Eres el único marido que se acuerda del aniversario de su boda y del cumpleaños de su mujer”. Tendría que haber sido muy pavo para olvidar momentos tan queridos.

Nos casamos un caluroso 3 de febrero. Once días después —Día de los Enamorados— era el cumpleaños de mi esposa. Mi hijo mayor nació el 25 de febrero y un 28 el menor. Ella era Acuario y tuvo dos Piscis.

Yo amaba febrero. Vivimos una luna de miel inolvidable en Puerto Montt. Volvimos 25 años después a revivir esos felices momentos, pero ya no fue lo mismo: Puerto Montt había cambiado mucho.

Toda esa fiesta que soñábamos perpetua se desplomó con el deceso de mi esposa. El tres y el catorce de febrero se tornaron días fríos y silenciosos. Tuve un eclipse de amor. Y ahora, ay, la partida de mi hijo mayor eliminará del calendario el 25 de febrero.

No obstante, no me quedo mirando los crespones negros ni me enclaustro en el dolor. Cuando el alma llora se ampara en instancias dichosas. Llevo una vida tranquila y, aunque de vez en cuando me caen sus lagrimones, debo reconocer que siempre la aguja de la balanza se inclina hacia lo placentero, porque, Dios mediante, pesan mucho más los gratos recuerdos de los días felices.

Mentessana

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