“La gente joven, de 50 para abajo, tiene todo el derecho a cuestionar lo que hicimos y no hicimos como generación”.

Pablo Dittborn lleva seis meses completamente solo. Como cada verano, a fines de febrero viajó desde Santiago hasta una segunda casa que tiene en lo alto del cerro Playa Ancha, Valparaíso, donde planeaba pasar un par de semanas. Pero entonces vinieron la pandemia y las restricciones al desplazamiento, que lo han retenido en ese lugar hasta ahora. Dittborn —73 años, soltero, recién jubilado del mundo editorial— pasó de una vida social intensa a un retiro absoluto, aunque cada día, reconoce, se acostumbra un poco más. De hecho, decidió quedarse a vivir ahí para siempre.

—Claro, también hay cosas dramáticas, como pensar qué hago si me pasa algo —dice una mañana desde la habitación atiborrada de libros donde instaló su escritorio—. Una querida amiga (la ejecutiva editorial María Elena Ansieta) se fue a dormir y no despertó. Si a mí me pasa eso, me van a encontrar 15 días después. Pero no me angustio. Si pudieran venir mis hijos los fines de semana, ya está: cuadro completo, canasta llena.

Pablo Dittborn no se queja: desde esa casa, ubicada en la calle Echaurren, tiene una vista privilegiada de la costa central. Frente a ese panorama, se dedica a hacer ejercicio y a lo que, con algo de ironía, llama “un ritmo contemplativo”.

—Tengo el 100% del tiempo libre y para mí. Creí que me iba a morir de aburrimiento, pero no ha pasado. Me di cuenta de que esta situación es llevadera.

Exeditor en Ediciones B y Random House Mondadori, entre varios otros sellos, la lectura es a lo que destina la mayor parte de su tiempo. Durante las últimas semanas ha estado absorbido por los títulos más recientes de los narradores Leonardo Padura, Elena Ferrante e Irene Vallejo. Además, está leyendo “La política en tiempos de la indignación”, del cientista político Daniel Innerarity, y el segundo tomo de las memorias del expresidente Lagos, de quien se declara amigo y admirador.

—Quedé con la mejor imagen de él, y me ayudó a mejorar la que ya tenía de Patricio Aylwin. Establezco una relación directa entre todas las dificultades que tuvimos para modificar los enclaves autoritarios que dejó la Constitución del 80 y las cosas que fueron acumulando presión hasta el estallido de octubre del año pasado.

—Se ha acusado a los líderes de esa generación de negociar en exceso. ¿Qué posición tiene usted?

—Como dice Roberto Carlos, estoy a la vera del camino. No es que esté satisfecho con lo hecho, no. Pero, al mismo tiempo, no me arrepiento de nada. La gente joven, de 50 para abajo, tiene todo el derecho a cuestionar lo que hicimos y no hicimos como generación. Ojalá también rescatar, porque hay cosas rescatables. Y plantear avances.

—Hoy el diálogo parece desprestigiado.

—Hay que conversar siempre, y sobre todo en períodos como este. Mira lo que sucede hoy: se agreden entre sectores relativamente afines. No se te ocurra discrepar, porque viene una avalancha de insultos, te segregan. Cierta juventud política intenta impactar con declaraciones muy explosivas, muy irresponsables, y descalificando a medio mundo. No hubiéramos llegado al plebiscito si toda la derecha se opone. ¿Cómo se logra eso? ¿Amenazando? No, conversando. Convenciendo.

Las trincheras

—Además de leer, ¿ha escrito algo en estos meses?

—Me da bastante pudor, básicamente porque no sé si escribo bien.

Si Pablo Dittborn se asoma a la ventana, dice que verá a lo lejos la silueta del monte Aconcagua, el punto más alto del continente. Al otro lado de esa frontera natural, en Argentina, vivió en el exilio por 20 años, durante los cuales acumuló un buen capital publicando revistas de Condorito, Los Pitufos y He-Man, entre otros títulos. Antes de eso, en Chile, había sido cadete en la Escuela Militar, militante en el MAPU y dirigente sindical en Quimantú, el proyecto editorial emblema del gobierno de Salvador Allende.

A su regreso al país, en 1994, entró en el corazón del mercado editorial y, con los años, se perfiló como una especie de rey Midas del rubro. En 1998, cofundó el periódico satírico The Clinic, del que fue gerente general. También integró el Consejo de las Culturas, las Artes y el Patrimonio durante los primeros gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera.

Sobre la época en el Consejo, reivindica su intención de entenderse con todos los actores del ámbito cultural.

—Cuando existen esos espacios y alguien tiene la voluntad de ampliarlos transversalmente, otros critican porque no les tocó ser convocados o porque no tienen claro lo que quieren. Si no se hace, entonces critican, porque quienes gobiernan son poco inclusivos.

—¿Cómo enfrenta el dogmatismo?

—Nada me impide tener las relaciones que tengo, ni pensar como pienso. Tengo un montón de amigos que son bien de derecha, sin duda. No quiero estar en una trinchera. Otros han sido mucho más de izquierda que yo, y hoy tienen grandes restoranes, con gente a su cargo. En teoría son el patrón, o el que explota, un lenguaje que también ha ido quedando obsoleto. No veo ninguna contradicción. Todo lo contrario.

Cuenta que, de hecho, propuso un proyecto al actual Consejo del Libro y la Lectura para reactivar el sector editorial.

—Si me hubieran llamado a implementarlo, lo hubiera hecho feliz. Siento que estaría trabajando para la industria del libro, no para el gobierno de Sebastián Piñera. Lo peor es estar encasillado.

—¿No le importa que lo puedan percibir como una persona oportunista?

—No. Nunca he tenido un cargo importante. Cuando estuve en el Consejo de la Cultura me postuló la Cámara del Libro, donde yo era vicepresidente. Era un cargo vergonzosamente no remunerado, porque las reuniones eran en Valparaíso y no nos pagaban ni la bencina, ni el peaje, ni nada. Nadie puede decir que me acomodé para tener algún beneficio. En esos términos, no le debo nada al Estado de Chile. Tampoco soy un hombre rico. Tengo una buena relación social con el dinero, que significa tener amigos ricos. Pero eso te toca, nomás.

Los líderes

El último sello a cargo de Pablo Dittborn fue La Copa Rota, un proyecto que levantó junto a su amigo y exdirector de The Clinic Patricio Fernández. Pero el título más reciente de la editorial, “Así se torturaba en Chile” de Daniel Hopenhayn, fue publicado en 2019.

Respecto a la posibilidad de retomar la edición, Dittborn duda.

—Hay cosas que leo, cosas que me surgen, pero no. Ha bajado un poco la energía. Ese proyecto está durmiendo. Empezó antes su cuarentena, eso sí.

A pesar de su retiro, Pablo Dittborn se mantiene atento a las novedades del mundo editorial, al tiempo que integra una mesa de trabajo, conformada por actores de la sociedad civil, con el propósito de asesorar en esa materia un futuro programa presidencial de la centroizquierda.

—¿Cuánto ha afectado la pandemia a la industria del libro?

—Hay un bajón enorme, como en toda la actividad. La industria fue castigada al no considerarse los libros como un producto esencial. Las bodegas de las editoriales no le podían despachar libros a las empresas que hacen e-commerce, que han distribuido una barbaridad y han incrementado sus ventas enormemente.

Dice que, en el apoyo al área editorial, el Gobierno lo ha hecho “entre mal y pésimo”, porque no ha favorecido mecanismos de adquisición de libros más ágiles para las librerías. Esa debilidad también se ha visto reflejada, sostiene, en las medidas de protección social adoptadas durante la crisis sanitaria.

—¿A qué liderazgos les cree hoy?

—Le creo a gente que no ha logrado una preponderancia muy grande, pero que me merece confianza y respeto, como Carolina Tohá y Sergio Bitar. Evelyn Matthei es una persona interesante, ejecutiva. Es brutalmente trabajadora, y creo que más abierta que muchos otros. No le creo al PC, salvo a Camila Vallejo. Afuera, votaría por Biden solo por destronar a Trump. Merkel, en cambio, es un gran personaje. En España, me gusta Pablo Iglesias: pasó de andar tirando petardos a tener más conciencia de hombre de Estado.

Los excesos

Pablo Dittborn admite que, pese a su ánimo de entendimiento, tampoco es que evite los conflictos. El último en el que intervino públicamente fue en 2018, cuando los grandes sellos con sede en el país se distanciaron de la Feria Internacional del Libro de Santiago y anunciaron la creación de un evento paralelo, en medio de acusaciones contra la Cámara del Libro por una gestión demasiado comercial y manejos poco transparentes. Entonces, Dittborn ya figuraba como una de las voces principales de la recién creada Corporación del Libro y la Lectura.

—¿Se ha descomprimido la relación entre los gremios editoriales?

—Entiendo que el clima de antagonismo y beligerancia hoy es menor, probablemente porque han desaparecido los dos personajes más confrontacionales: Paulo Slachevsky (director de Lom Ediciones) y yo. Hoy no pertenezco a ninguno de los cuatro gremios que hay. Al final, te das cuenta de que muchas de las peleas son por los recursos del Estado, importantes para los medianos, pequeños e ínfimos editores. Seamos honestos: ¿Qué estamos peleando, política editorial o reparto de la torta? Si el Estado decide que no va a comprar más libros porque hubo un terremoto y va a destinar todo a la reconstrucción, se terminan las peleas.

En cuanto al futuro de la Feria del Libro, concluye:

—¿La feria es un negocio? Sí. ¿El Estado debería apoyar una feria que es un negocio? No. Yo creo que la feria ya murió. Habría que enriquecerla con lo no comercial, y eso es un programa cultural.

Otra etapa de su vida en la que no faltaron los conflictos fueron las dos décadas al frente de The Clinic, aunque defiende el rol de ese medio.

—Esto es lo más pretencioso que hay y alguien podría pensar que soy enfermo de autorreferente, pero creo que le hizo bien al país. Trajo un aire fresco y renovado. Dimos oportunidad a gente nueva y toda la libertad del mundo para escribir.

—¿Los méritos superan los errores, como el machismo de muchos de sus contenidos iniciales?

—Si alguien toma The Clinic y dice que va a hacer un análisis de los 10 primeros años desde la óptica de la igualdad de género, tendría derecho a incendiar el edificio. Nosotros cometimos excesos y horrores en ese terreno; nosotros, que creíamos que éramos los más avanzados, los más progresistas. También caímos en el chiste homofóbico fácil, propio de los Festivales de Viña. En ese sentido, tenemos que pedir muchos perdones.

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